Del 4
al 25 de octubre se llevará a cabo el Sínodo de los Obispos en el Vaticano,
reunión importante de los representantes del episcopado del mundo entero con el
fin de establecer orientaciones pastorales o teológicas sobre temas que el Papa
considera urgente tratar. En esta ocasión, el tema propuesto por el Papa
Francisco es: “La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el
mundo contemporáneo”.
Uno de
los puntos más álgidos que este Sínodo va a discutir, y que es lo que suscita
la atención de muchos, es la posibilidad de que los divorciados y vueltos a
casar puedan acceder al sacramento de la Eucaristía y la Penitencia.
El
documento de trabajo del próximo Sínodo lo menciona así: “Algunos Padres
sostuvieron que las personas divorciadas y vueltas a casar o convivientes
pueden recurrir provechosamente a la comunión espiritual. Otros Padres se preguntaron por qué entonces no pueden acceder a la
comunión sacramental. Se requiere, por tanto, una profundización de la
temática que haga emerger la peculiaridad de las dos formas y su conexión con
la teología del matrimonio.” (Lineamenta,
53).
Existe,
pues, dentro de la Iglesia, dos posiciones frente a este delicado tema: los que
estamos a favor de que los divorciados y vueltos a casar civilmente accedan al
sacramento de la Eucaristía y la Penitencia, y los que están en contra.
Debemos
de tener presente que la Iglesia, durante mucho tiempo, se ha manifestado sobre
este tema sosteniendo lo siguiente: “Si los divorciados se vuelven a casar
civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de
Dios. Por lo cual no pueden acceder a la
comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón
no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia no puede ser
concedida más que a aquellos que se arrepienten de haber violado el signo
de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total
continencia.” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1650).
Sin
embargo, como afirma el teólogo español José María Castillo, “no existe ningún
Dogma de Fe, en el Magisterio de la Iglesia, que obligue a negar la comunión
eucarística a las personas que se han divorciado y han contraído nuevo
matrimonio.” (Teología sin censura, 27 agosto 2015). Veamos.
J. M.
Castillo comienza a sustentar esta afirmación citando al teólogo belga Edward
Schillebeeckx: “En los diez primeros siglos, ni se celebraba misa cuando se
casaban los laicos. Ni en aquellos
siglos estaba generalizada la idea de que el matrimonio fuera un sacramento.”
("Matrimonio", Salamanca 1968, p. 173).
Castillo
nos dice que es recién en los siglos XI y XII, y gracias a los escritos de
Pedro Lombardo (1100-1160) y Hugo de San Víctor (1096-1141), que comienza a
elaborarse una teología del matrimonio como sacramento, basado no en un rito
sacramental, sino en la "unión de los corazones".
Y aquí
el teólogo español nos brinda un dato poco conocido. En el año 726, el Papa
Gregorio II responde a una consulta que le hace el obispo San Bonifacio: ¿Qué
debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede
darle el débito conyugal? Responde el Papa: “Sería bueno que todo siguiese
igual y se diese a la continencia. Pero, como eso es de hombres grandes, el que
no se pueda contener, que vuelva a
casarse; pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha
quedado excluida por culpa detestable.”
El
divorcio, como hemos podido apreciar, era válido dentro de la Iglesia en ese
entonces, hasta que, dice Castillo, el Papa Inocencio III prohíbe la disolución
del matrimonio hacia el año 1208 (s. XIII). A partir de ese momento, y sobre
todo después del Concilio de Trento (1545-1563), la Iglesia ha desarrollado su
postura de prohibir los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia a los
divorciados vueltos a casar, pues ve en ello una falta grave contra la ley de
Dios, como ya hemos mencionado líneas arriba.
Hoy en
día, la Iglesia, bajo el ministerio del Papa Francisco, busca dar una solución
a este drama que suscita, y ha suscitado, ardientes debates y no pocas
deserciones de cristianas y cristianos que se sienten excluidos y marginados
dentro de su propia comunidad de fe.
Para
este presente Sínodo de los Obispos, la Iglesia es consciente de que “el drama de
la separación llega al final de largos períodos de conflictividad que, en el
caso de que haya hijos, han producido todavía mayores sufrimientos. A esto
sigue además la prueba de la soledad en la que se encuentra el cónyuge que ha
sido abandonado o que ha tenido la fuerza de interrumpir una convivencia
caracterizada por continuos y graves maltratos sufridos.” (Instrumentum laboris, 113).
Por tal
razón, la Iglesia hoy sostiene que “las situaciones de los divorciados vueltos
a casar exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que los
haga sentir discriminados y promoviendo su participación en la vida de la
comunidad. Hacerse cargo de ellos, para la comunidad cristiana no implica un
debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad
matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad.” (Lineamenta, 51).
Momento
crucial el que vivirá la Iglesia en el mes de octubre. Momento que esperamos muchos
sea de la inclusión y no de la exclusión. Hablamos hoy de las cosas nuevas con que nos viene
sorprendiendo el Papa Francisco. Tal vez este Sínodo sobre la Familia sea una
más de ellas, ¿no?