martes, 26 de enero de 2016

¿Es Jesús el Hijo de Dios?

Imagen: vía eccechristianus.wordpress.com

La pregunta sobre la divinidad de Jesús siempre ha sido una de las interrogantes que mayor curiosidad ha despertado en hombres y mujeres de todos los tiempos: ¿Es verdaderamente Jesús de Nazaret el Hijo de Dios?

Veamos:

1. Jesús llama a Dios su Padre.

Este es el dato más novedoso en Jesús de Nazaret. En efecto, ningún hombre o mujer, ni siquiera los profetas de Israel, llamaron a Dios así. Solo Jesús experimenta a Dios de esa manera, sólo él llega a sentir el amor de Dios como un amor paternal y lo llama Padre.

En su lengua materna, el arameo, Jesús se dirigía a Dios como “abbá”, que era la expresión más cariñosa usada en el hogar para referirse al padre de familia. Aunque la Biblia traduce “abbá” como “Padre”, “abbá” también puede traducirse como “padre mío” o “papito”.

“Padre, para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. (Mc 14, 36).
“Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado.” (Mt, 11, 25).
2. Jesús perdona los pecados.

El perdón de los pecados, desde siempre en Israel, estuvo reservado solo a Dios. El hombre o la mujer pecadora suplicaban a Dios su misericordia ante su falta. El salmo 50 nos muestra cómo el hombre pecador se dirige a Dios suplicándole perdón.

“Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad, por tu gran corazón borra mi falta. Que mi alma quede limpia de malicia, purifícame de mi falta.” (Sal 51 [50], 3).
Ahora bien, Jesús sorprende a todos cuando él mismo perdona pecados. Este acto, reservado solo a Dios, Jesús también la hace suya.

Veamos la escena en que Jesús sana a un paralítico de su pecado y su enfermedad:

“Tiempo después, Jesús volvió a Cafarnaúm. Apenas corrió la noticia de que estaba en casa, se reunió tanta gente que no quedaba sitio ni siquiera a la puerta. Y mientras Jesús les anunciaba la Palabra, cuatro hombres le trajeron un paralítico que llevaban tendido en una camilla.
Como no podían acercarlo a Jesús a causa de la multitud, levantaron el techo donde él estaba y por el boquete bajaron al enfermo en su camilla. Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: “Hijo, se te perdonan tus pecados.”
Estaban allí sentados algunos maestros de la Ley, y pensaron en su interior: “¿Cómo puede decir eso? Realmente se burla de Dios. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?” (Mc 2, 1-7).
Vayamos a otra escena en la que Jesús perdona pecados. La escena que citaremos a continuación nos muestra a Jesús compartiendo una comida en la casa de un fariseo. De repente, una mujer se acerca a Jesús y, con sus lágrimas, le lava los pies. El fariseo conoce la fama de la mujer y dice para sus adentros: “Si este hombre fuera profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a la mujer y lo que vale.” (Lc 7, 39). Jesús toma la palabra, defiende a la mujer y, luego, mirándola, le dice:

Tus pecados te quedan perdonados.” Los que estaban con él a la mesa empezaron a pensar: “¿Así que ahora pretende perdonar pecados?" Pero de nuevo Jesús se dirigió a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz.” (Lc 7, 48-50).
El hecho de que Jesús perdonase los pecados de las personas, escandalizó a muchos en Israel. En todo el Antiguo Testamento no encontramos profetas que perdonasen los pecados de los hombres. Jesús, en definitiva, estaba haciendo cosas demasiado nuevas.

3. Jesús y la Ley de Dios.

Dios dio a Israel un conjunto de normas morales, cultuales y civiles (entre ellos, también, los Diez Mandamientos) que debían regular la vida de los israelitas (cf. Libertatis Conscientia n. 45). A este conjunto de normas se le conoce como la Ley de Dios. Podemos encontrarlas en los libros del Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; libros que nos narran también los inicios de Israel.

Ahora bien, ningún profeta, rabino o maestro de la Ley se atrevió a tocar o modificar esta Ley. Nadie, a lo largo del tiempo (unos 1300 años aproximadamente) añadió o suprimió una letra a la Ley. Los israelitas tenían esta Ley de Dios como algo muy sagrado ya que el mismo Dios se las había dado.

Cuando Jesús comienza a enseñar a sus discípulos, llama la atención porque introduce “su Ley”. Para ello usa la expresión: “Ustedes han oído… pero yo les digo.” Veamos.

Ustedes han oído que se dijo: “No cometerás adulterio” (Ex 20, 14). Pero yo les digo: Quien mira a una mujer con malos deseos, ya cometió adulterio con ella en su corazón.” (Mt 5, 27-28).
Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo (Lv 19, 18) y no harás amistad con tu enemigo”. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los cielos.” (Mt 5, 43-45).
“El Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir. La multitud lo nota; Mateo nos dice claramente que el pueblo “estaba admirado” de su forma de enseñar. No enseñaba como lo hacen los rabinos, sino como alguien que tiene “autoridad” (Mt 7, 28; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32)” (Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración”).

Los que lo oyen “se admiran” (en el original griego, “se espantan”) ante el hecho de que Jesús esté introduciendo “su Ley” a la “Ley de Dios”. “De esta manera, o bien atenta contra la majestad de Dios, lo que sería terrible, o bien –lo que parece prácticamente inconcebible- está realmente a la misma altura de Dios.” (Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración”).

Conclusiones

Estos tres puntos que hemos destacado en la vida pública de Jesús, nos hacen entender que Jesús no era una persona cualquiera. Jesús estaba realizando cosas sumamente novedosas y los que lo seguían o lo observaban entendían que estaban ante una persona muy particular:

“¡Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea!” (Mt 21, 11).
“Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.” (Lc 7, 16).
Muchos llegaron a pensar, incluso, que Jesús era el mismo Juan Bautista o el profeta Elías o alguno de los profetas antiguos que había resucitado (cf. Lc 9, 19). Entendieron, pues, que Dios estaba con Jesús; y, de una manera más plena, que era el Hijo de Dios.

Apenas veinte años después de la muerte de Jesús en la cruz, el apóstol Pablo, en su Carta a los Filipenses, nos habla de la siguiente forma de Jesús.

“Él compartía la naturaleza divina, y no consideraba indebida la igualdad con Dios tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Fil 2, 6-11).

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