La Iglesia, es verdad, ha
estado muchas veces lejos de ser un espacio de amor y misericordia con el otro. Sin embargo, nadie puede negar
que el amor y la misericordia lo hemos aprendido de la Iglesia. El escritor
portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998, reconoce, por
ejemplo, que, aunque se declare abiertamente ateo, no puede negar que los
valores humanos que aprendió son valores ciertamente cristianos y que nuestra sociedad
(atea o no) respira cada día valores cristianos.
La Iglesia es santa, sí,
pero también y sobre todo es humana. Ha cometido errores, incluso crímenes
gravísimos, tanto en el pasado como en nuestros días, y que merecen todo nuestro
total rechazo. Pero ello no debe significar, sin embargo, que la Iglesia ha
fracasado como tal.
El papa Francisco dijo una
vez: “Los sacerdotes son como los aviones, solo son noticia cuando uno cae.” Y
ante los infames casos de Marcial Maciel, Luís Figari (laico y fundador del
Sodalicio de Vida Cristiana) y no pocos sacerdotes acusados de pederastia, desaparecen
los loables nombres de Óscar Romero, Gustavo Gutiérrez, Charles de Foucauld y
tantas cristianas y cristianos anónimos que entregaron y entregan su vida por
el Evangelio de Jesús de Nazaret.
No es que estemos rechazando
o criticando lo que los medios de comunicación han venido publicando estos
últimos tiempos sobre los escándalos ocurridos dentro y fuera de la Iglesia.
Todo lo contrario. Nos parece sumamente valioso que se hagan eco de estas
lamentables noticias. Pero ante estas sombras que vemos hoy en día (y ante las
cuales, como dice el papa Francisco, “Dios llora”), queremos también dar un
mensaje de esperanza de que la Iglesia de Jesús de Nazaret no es un lugar de
crímenes sino que es, y sobre todo, comunidad de amor.
En efecto, el ideal de Jesús
de Nazaret para con su Iglesia fue que ésta sea, como señalaría también el
mismo san Pablo, el lugar del amor
sincero, del amor fraterno y del verdadero cariño. Donde los cristianos se
alegrasen con los que estuviesen alegres y llorasen con los que estuviesen
llorando (cf. Rm 12, 9-18).
Al inicio del cristianismo “la
multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie
consideraba como propios sus bienes, sino que todo lo tenían en común. Entre
ellos ninguno sufría necesidad, pues los que poseían campos o casas los
vendían, traían el dinero y lo depositaban a los pies de los apóstoles, que lo
repartían según las necesidades de cada uno.” (Hch 4, 32. 34-35).
La historia de la Iglesia, ciertamente, estará marcada siempre por escenas de luz y por escenas de sombra. “Es inevitable que vengan escándalos”, decía Jesús de Nazaret (Mt 18, 7). Pero, no obstante, Jesús también condenaba a aquellos por quien el escándalo venía (ibid).
En definitiva, no podemos, ni debemos, tapar el sol con un dedo. Los hechos delictuosos ocurridos dentro de la Iglesia no deben ser ocultados. Como dice el Papa Francisco: “Los crímenes y pecados de los abusos sexuales a menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo, me comprometo a la celosa vigilancia de la Iglesia para proteger a los menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta.”
Finalmente,
si nos consideramos seguidores del Evangelio de Jesús, nuestro compromiso ha de
ser esforzarnos, con nuestro actuar cotidiano, por presentar a la Iglesia como
lo que en un principio fue, como lo que Jesús siempre quiso que sea: una
comunidad cristiana donde, en un momento, se llegó a decir de ella: ¡Miren cómo
se aman!